El viernes pasado estaba yo para haberme metido directamente en la cama tras recoger a los grumetes del cole. Qué digo, estaba para no haberme levantado de la cama. Qué agotamiento. Si a eso sumamos las prisas, pasa lo que pasa. Que un día me voy a dejar la cabeza en casa y no me doy ni cuenta.
El caso es que el viernes pasado subimos a casa tras estar un buen rato en el parque para preparar las cosas e irnos con Nicolás a música. Que si poneos las zapatillas, que si apagad la tele, que si cojo agua, que si cojo la tablet para que se entretenga Simón, que si tenemos que ir al Mercadona a por vasos de plástico para el cumpleaños. Demasiada información y estrés para mi cerebro.
Para no perder la costumbre, salimos corriendo de casa, porque veía que no llegábamos a tiempo.
Una vez en la escuela de música, Nicolás entró a clase y yo me tomé un respiro sentándome directamente en el suelo, mientras Simón jugaba diez minutos a la tablet. Repuesta del estrés, le pedí a Simón que me diera la tablet para acercarnos a comprar las cuatro cosas que nos faltaban para su cumpleaños.
Y cuando estábamos a punto de salir a la calle, le miro a los pies y me doy cuenta de que se ha puesto las zapatillas al revés. ES decir, tardé casi tres cuartos de hora en darme cuenta porque él iba tan pancho y yo estaba bastante agotada como para haberme fijado.
Sí, muy gracioso todo. Nos echamos unas risas e inmediatamente empezó la batalla campal porque no se las quería poner bien. Un buen espectáculo montamos.
Podía haber sido peor, ¿no? Podría haberme dejado al grumete en casa…